Un tema recurrente en la narrativa de Camila Reimers en su novela De conventos, cárceles y castillos (Lugar Común Editorial, 2014) son los espacios cerrados que son recorridos en primera persona. No se revisan exclusivamente los espacios cerrados –y de encierro- que se enlistan en el propio título de la obra –conventos, cárceles, castillos- sino además los otros espacios, los espacios herrados, que enclaustran a hierro la mente viajera de Sonsoles, la narradora protagonista –que vive teresianamente sin vivir en sí, y que muere porque no muere- al través de siete “moradas” narrativas habitadas a su vez por otras, como en un cuarto de espejos: la nostalgia, el duelo, la retrospección, el desencanto de los ideales, de los sentimientos, de las creencias, y la imposibilidad del retorno al origen.
El espacio mental teresiano, de interlocución diacrónica, del quevediano “entrar en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos”, es también eso que llama la Inquisición “baldíos amores de fe”, de novias y esposas consagradas al Señor, pero muertas al mundo profano en el claustro. Sonsoles lo trata en forma confesional, con una profunda mortificación ideológica tras otro adoctrinamiento, el político:
Había dejado de lado las conversaciones sostenidas desde mi infancia con Teresa de Ávila que durante tantos años me habían ayudado a sobrevivir los traumas que me aquejaban. Algunos acuden al psicólogo, pero como yo no tenía dinero inventé conversaciones con una monja que había vivido hacía algunos siglos. Ahora ya no la necesitaba y debía concentrarme en los asuntos del partido ( 25 ).
Sin intentar en absoluto establecer claves de lectura, innecesarias para esta narrativa libre, este trabajo pretende también morar y transitar este universo paradójico de claustro y a la vez liberación introspectiva. Yendo por partes, se puede decir que la primera búsqueda es la de espacios cerrados, herrados, errados aparentemente, de acuerdo con el diálogo siguiente, pero al final espacios concomitantes: Sonsoles arrostra en frases breves, concisas, el cuestionamiento del joven comunista René sobre sus propósitos:
¿Por qué te metiste a monja? Porque quiero entrar al castillo azul. ¿De qué estás hablando? Las monjas viven en conventos y no en castillos. Es muy largo de explicar, dije, evadiendo la respuesta y lanzando una nueva pregunta que ahora debía responder él: ¿Por qué eres comunista? Porque quiero construir un mundo mejor. Yo también quiero construir un mundo mejor. Entonces métete al partido. (20)
La proposición resultante también conlleva a un espacio cerrado, al del confinamiento ideológico que es el ferviente y radical comunismo de época, el de las Jota, Jota, Ce, Ce: las Juventudes Comunistas de Chile. La narradora enfrenta, expresa y confiesa, aun cuando se quiera replicar que es en forma un tanto naive, sus contradicciones internas del capitalismo, pero sobre todo, de su propio “materialismo histérico”:
También empecé a leer a Karl Marx. Descubrí en su lectura al ser humano bajo una perspectiva diferente a la de la época de la inquisición en la que yo había estado sumergida. A Marx no le gustaba la religión para nada y paulatinamente empecé a encontrarle razón. Decía que la religión proyectaba al hombre fuera del mundo real sacándolo a un mundo ficticio. Me sentía avergonzada de mis castillos azules. (24-25)
Conventos, cárceles y castillos son además de espacios errados, espacios errantes que a lo largo de la novela marcan diversas distancias diacrónicas;lo mismo de cinco siglos que de cinco lustros. Son espacios errados y errantes también, como las distancias geográficas recorridas, con moradas como estaciones de paso vital en el peregrinaje: Chile,España, Brasil y la otra mitad de Sudamérica, la India. El tránsito narrativo, avasallando la cordura de la puntuación, zigzaguea de la primera persona introspectiva a las voces de otras, al pensar de los otros. Otras moradas. Otros castillos interiores. Espacios siempre cerrados en las dimensiones del cuerpo, pero siempre abiertos a las dimensiones del alma. El castillo es un leitmotiv, un enigma a cartografiar en las moradas de esta novela; cito por partida doble:
1. Bueno, realmente no sé si estoy enferma, pero cuando veo el castillo, me desmayo. ¿De qué hablas, Sonsoles? Madre, tuve esta visión de un castillo de cristal apareciendo en el desierto. ¿Y luego te desmayaste? Sí, madre. (30)
2. “¿Qué significaba realmente entrar al castillo que me había mostrado Teresa? Aún no estoy segura, a veces imagino historias y me veo entrando en lugares desconocidos abriendo algunas puertas y cerrando otras.” (32-33).
Sin embargo, los espacios herrados descritos no son lúgubres, oscurecidos por el encierro; son inversamente proporcionales a las imágenes abiertas del navío Skorpios atravesando los canales de la Patagonia, o Antofagasta entre los cerros y el mar, a lo que se puede agregar ese Santiago de Chile “aquella ciudad acorralada por símbolos de invierno”, como le canta Silvio Rodríguez. Volviendo al texto de Reimers, aun cuando las imágenes del castillo vuelven al soliloquio espiritual, introspectivo, a la morada interior en analogía teresiana, no deja de haber en ellas luz, nitidez y color.
…nuestra alma como un castillo claro, como un cristal con brillo de diamante. En ese castillo hay muchos cuartos, unos en el piso de abajo, otros en lo alto, a los lados, y en el centro de este cristal está el cuarto más importante que es donde compartimos nuestros secretos con Dios. Ahora tenemos que entrar al castillo, lo que parece un disparate, pues cómo vamos a entrar a algo que ya está dentro de nosotros mismos” (38-39).
Al morar adelante la novela, aparecen momentos liberadores de tensiones íntimas, censuradas por edicto y regla monacal, pero obtenidas, conquistadas en el placer que otorga lo clandestino, como lo son las sesiones nocturnas de contacto corporal de Sonsoles con otra aspirante a novicia, Doris, en una ceremonia no sólo de aseo, sino de purificación y exploración; es el trenzarse en un nudo ciego de amor teresiano, en donde los cuerpos ya no son dos símbolos de interrogación, sino de admiración.
Avanzando en las estaciones, en las moradas, en voz de Teresa de Ávila el ingreso a la vida conventual, al espacio cerrado al mundo y abierto a Dios, se maneja en forma diacrónica. Ella y Sonsoles especulan, comparan, recrean historias, polemizan hasta el postramiento y rendición de Sonsoles para conservar los hábitos monjiles. Pero adopta otros hábitos: los mundanos. Matrimonio y pañales, que no mortajas, del Cielo bajan. En la tercera morada, colgados los hábitos, el matrimonio de Sonsoles con René la lleva a otro encierro, pero doméstico y machista, de una maternidad curiosamente hibridizada de militancia comunista. ¿Espacio errado? No: es “eso que llaman amor, para vivir”, ahora cantaría Pablo Milanés como soundtrack respecto de la relación de pareja de Sonsoles y René, en la que el macho llama “mi mujer” a la ex amada, y ella tiene la obligación de llamarlo “mi marido”. La violencia doméstica, los celos infundados y el cansancio disparejo y de pareja asoman en paralelo con la crianza de la hija y las labores militantes por ¡oh, paradoja! la igualdad entre los hombres. Sí, claro: entre los “hombres”.
El inexorable “divorcio a la chilena” abre temporalmente otro espacio conyugal errado, cerrado y asfixiante en que se ha convertido la vida de la narradora; pero sólo temporalmente, porque la enfermedad de Pick amenaza ahora a Sonsoles con otro encierro más: el mental, al tratarse de una forma rara e irreversible de demencia. Como el peregrinar de los enfermos, la protagonista acude al terruño de su santa interlocutora en Ávila para que interceda por ella en la cura, nueva paradoja para quien se dedica profesionalmente a la cura. Aquí entra Laura, un personaje para acompañar en perspectiva la narración en primera persona. Indistintamente, las situaciones ocurren en espacios abiertos y cerrados, desde el estrecho wáter donde es asistida una parturienta hasta los viajes sexuales que transita la protagonista gracias a Gurú B en la India a nombre de la meditación recomendada, en contraste con el sexo paliativo que le ofrece su colega de Medicina Patricio Morales, antítesis anticomunista de René, el primer marido.
La historia llega a nuevas moradas, a otro hijo, a la vida en Santiago, y de nuevo la soledad, que desde luego es otra forma de claustro: para Sonsoles estar encerrada dentro de sí es más insoportable que fuera de sí: “Al cerrar este capítulo de mi historia tuve una reacción violenta, decidí desprenderme de todo aquello que durante tantos años me tuvo atada” (112).
Aquí cabría un tercer trovador, esta vez el rockero mexicano Jaime López, que podría entonar a la narradora lo siguiente: “Si sumida en la prisión, te podrías liberar… ¿por qué en la libertad, te vas a encarcelar?”. Por eso, el momento narrativo de la inmersión acuática de Sonsoles en la esplendidez del mar brasileño es una especie de re bautismo en aguas diáfanas y pobladas de flora y fauna marina, en un derrotero que preludia nuevos placeres olvidados con César, el amante itinerante durante media Sudamérica, antes de que la mujer de las seis décadas se aliste a entrar mentalmente a morar, quizá para siempre, el castillo azul cristal. El batallar con los preceptos y símbolos del budismo es otro encierro intelectual, especulativo, occidentalizado ante la complejidad oriental, digresivo. La circularidad de la existencia es condensada en forma contundente, en uno de los párrafos más logrados de esta novela, a mi parecer:
El verano ya viene, igual que la vida, la muerte y el nacer. Hace dos agostos yo aún desconocía mi enfermedad, me sentía inmortal. Hoy, madre, estoy en tu vientre, mañana abro las piernas y veo las cabezas de mis hijos que se resbalan hacia la vida, los recibo e invito a danzar en esta esfera mágica, terrestre, infinita. Ha llegado el momento de partir y no estoy preparada.
En suma, Camila Reimers nos atrapa en la lectura en sus conventos, cárceles y castillos, y nos muestra teresianamente qué larga es esta vida, y qué duros son estos hierros en que el alma está metida. Pero qué importa, agregaría junto con mi infalible Sor Juana-otra monja que sabe bien de encierros, sombras fugitivas en la brevedad de la vida efímera y, a pesar de todo, amores- como Sonsoles. Y recito: “poco importa burlar brazos y pecho/ si te labra prisión mi fantasía”.
Camila: De veras nos atrapaste. Gracias.
Ottawa, Junio 6, 2015.